Sentado en una silla de colegio de las grandes, que no era muy cómoda, pero agradecía que fuese así porque gracias a ella no me acoplaba, y eso me obligaba a estar siempre alerta. Junto a la silla, una maleta y una botella de agua y al otro lado una puerta. Pese a ser agosto, iba vestido con un abrigo largo de invierno, algo que no sé el por qué pero que en Campillos no importa, porque a ciertas horas de la noche deja de hacer calor y se levanta un viento muy agradable.
Además de seguir el guion, pasaba el tiempo mirando como los compañeros se concentraban antes de salir a escena y como volvían relajados tras actuar, o mirando al frente, donde veía el filo del escenario y la pared de ladrillos vistos de la fachada del cole y detrás de mí, no lo veía obviamente, pero había una pared de madera y tras esa pared, la escena y mis compañeros dándolo todo ante el público y ante unos focos cegadores
Esa descripción es la crónica perfecta y totalmente objetiva de mi actuación en la pieza Dinero negro, el sábado 8 de agosto de 2020, dentro del Festival Candilejas de verano en Campillos.
De la casi hora y veinte que duró la pieza, pasé así, casi 60 minutos, y durante los otros 20, lo que hacía era, levantarme, abrir la puerta de atrezo que había a mi lado, salir a escena, hacer mi aparición, mi actuación, siempre corta, sobre todo en las últimas escenas de la pieza y al acabar, salía por la misma puerta por la que entré y me volvía a sentar en mi silla, a esperar.
Nunca me gustó tener los textos ni encuadernados, ni grapados, o sea, me gusta tener los folios sueltos y así los tenía, pero en una de mis ausencias vino una racha de viento de ese fresquito de Campillos que tanto se agradece, pero que esta vez me desordenó y me esparció el guion por el suelo, y ahí estaba yo, histérico, sin gafas y en medio de la oscuridad, tirado en el suelo, buscando las hojas y nervioso como un flan, pues podía llegar mi pie, mi turno de salir y yo no darme ni cuenta. Menos mal que Manu me relajaba y me controlaba el texto.
Con todo lo dicho pensaréis: “Pues vaya chollo de trabajo, toda la noche sentado tranquilamente, actuando lo mínimo y encima cobrando por adelantado.”
Pues para nada, ya que estuve toda la noche como un flan.
Recuerdo que hará 15 días mientras me maquillaba en el Jardín Botánico de Málaga, hacía una videollamada con mi sobrina y esta se sorprendía un montón cuando tras preguntarme si estaba nervioso le dije que para nada, que al contrario, pues estaba deseando empezar.
El botánico es un sitio libre, es un sitio que yo controlo, donde yo mando, donde yo decido la velocidad y el ritmo de la actuación. Mis personajes allí estan vivos, además los he hecho ya mil veces. En cambio, mi personaje en Dinero Negro era un personaje nuevo y para todos esa función era un estreno y todos estábamos igual.
Siempre ante un estreno la responsabilidad, la inseguridad y el miedo se apodera de uno. Esa sensación se incrementa los 10 minutos antes de salir a escena, pero cuando ya sales, actúas y llevas un ratito sobre las tablas, te haces con ellas y con el público, y ya eres el amo y esa sensación desaparece.Mi personaje era un subinspector de policía y estaba planteado de una manera que no me ayudaba mucho. Como dije en entradas anteriores era muy parecido al del entremés La autoescuela, es decir, un personaje serio y solemne que va perdiendo los nervios a lo largo de la pieza. Pero con nervios o sin nervios era serio, dramático y sobre todo muy estático, casi inerte.
La primera escena, que comenté antes, la hacíamos Celia y yo, esta era en la que más me movía y estar con ella compartiendo escenario y momentos fue, una vez más, un enorme placer, pero esta acababa de una forma donde no podía moverme nada, tan quieto tenía que estar, que me inventé un movimiento para apoyarme en el sofá, sino no aguantaba más tiempo estático. La segunda era la más larga y la más inerte, y por ello donde lo pasé peor, las demás como eran un entrar por salir, a penas me di cuenta de nada y no os puedo contar mucho.
Además, al estar detrás del escenario, oíamos, gracias a unos monitores, perfectamente lo que se decía en escena, pero no veíamos nada.
El día anterior descubrimos que no se oía nada desde la espalda del escenario, por ello el sábado decidieron ponernos unos monitores y entonces lo oíamos todo perfectamente, pero no veíamos nada, absolutamente nada.
Era imposible colocarnos en las patas, pues el público nos veía, así que estábamos atrás. Eso te impedía ver que sucedía en escena y que cuando te tocaba salir, pasaras de la oscuridad a la actuación directamente, y claro todo lo que veías era nuevo, porque nunca se había ensayado con toda la escenografía y porque no tenias ni idea de lo que estaba pasando. No sabías donde te ibas a encontrar a los compañeros, ni nada. Por tanto nada más salir necesitabas un momento de ubicación, pero si tu intervención era breve, como las mías, no te habías enterado donde estabas cuando ya te ibas. Es más yo pese a salir poco alguna que otra vez tuve que recolocarme.
Vamos que fue todo muy raro. De hecho cuando salimos para el aplauso final, pensé: “¿Esto ya se ha acabado?, ¡¡Gracias por los aplausos!! , pero… Si yo no he hecho nada.”
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